Así de épico se siente este día, este último día.
He cumplido mi sentencia, he salido formalmente de la prisión del servicio gratuito al Estado que me ha sometido en los últimos 6 meses a peripecias que jamás imaginé exponerme y me ha presentado la oportunidad de conocer gente muy profesional, y compartir jóvenes genios que contagian de su energía maravillosa, esa que poseen los RUT 20 millones.
Todavía siento la eternidad de cumplir con el sin fin de papeles que debo presentar para finalmente obtener mi título de Abogada.
¿Por qué todo en mi país tiene que ser tan burocrático?
Todo tan lento e ineficiente,
El Estado presumiendo la mala fe de quienes les hemos servido aún a expensas de nuestra salud física, mental y monetaria.
Se cierra un ciclo y comienza otro, uno cuya senda se encuentra sembrado de incertidumbres, de expectativas y probable falta de sueño, muchas horas más de estudio, otra cuesta arriba que sortear, caminar, recorrer...
En algún momento siento que voy a explotar, más bien, implosionar, viendo el mundo colapsar a mi alrededor en llamas incandescentes de la relatividad de las opciones de trabajo, de servicio al resto, de resultados óptimos, de demandas y escritos varios contando historias terribles de modificaciones societarias y pagos de capital.
Parece que el saber es una tecnología que continuamente queda obsoleta en el mar de las malas decisiones políticas, de la ignorancia de quienes hacen las leyes, y de la infranqueable maleabilidad que azora sobre la convivencia humana, señalando al último personaje de moda (quién misteriosamente se alinea con una Agenda Internacional que pretende el bien común sin consultar a nadie más que a sus oligarcas y lacayos).
Lamentablemente, hoy en día hasta los principios, aquellas bases sólidas que parecían inamovibles e imperecederas, parecen pudrirse ante la relatividad moral, la sugestión constante de inferioridad, la etiqueta que antecede al entendimiento del concepto, a la corrupción del habla hasta transformarla en neolengua, en la decadencia humana sumida en la cobardía de mirar atentamente al propio credo y distinguir entre las instituciones y las personas que dicen ejercerlas o habitarlas.
La fe moverá esas montañas;
el cariño mantendrá a flote a este cuerpo un tanto depreciado y cansado;
la constancia será el aceite que lubricará las roñosas uniones y tendones que mantienen conectadas las partes de mi cuerpo;
el amor tendrá que ser puesto a prueba una y otra vez para que el honor y la honra tenga sentido durante esta efimera existencia;
y finalmente la disciplina tendrá que funcionar allí donde la voluntad y su luz no llegan por la fatiga de los años.
No queda de otra que escapar del mundanal ruido, aceptar la afrenta del futuro, sobrevivir al cansancio y encontrar paz en nuestros pequeños reductos adornados de maderas nativas y otros materiales nobles que llaman a guarecer el alma en estos tiempos inciertos, y darle calor en medio de la incesante desesperación y la incertidumbre.
Allá, Constanza, allá vamos:
¡A empezar una nueva aventura!