Siempre que nos juntamos con mi familia, se produce una cosa maravillosa. Nos invade la nostalgia y contamos nuestras anécdotas, preguntamos por nuestros parientes, pedimos noticias de los cercanos y conversamos sobre nosotros, sobre nuestros sueños y proyectos, sobre aquello que con tanto esfuerzo y sacrificio hemos logrado.
Estas instancias son sublimes, pues nos permiten ver por unos minutos, los fragmentos de las almas de quienes hemos compartido este camino llamado vida.
A veces quisiera que el tiempo o las energías nos permitieran compartir todos aquellos matices que nuestros ojos captan y que se graban en nuestra memoria; todas esas emociones que han calado hondo en nuestros corazones, y por supuesto, todas aquellas verdades que la vida les ha ido revelando en el transcurso de los años.
Me encanta escuchar las historias de nuestros predecesores y ancestros, como ellas forjaron la construcción de estos extraordinarios y resilientes individuos que conforman mi familia, y como aportar de alguna manera con mi propia sabiduría y experiencia vital, la que le podría servir a futuras generaciones para que, ojalá, tomen mejores decisiones al momento de enfrentar la vida y no cometan los mismos errores que uno por ignorancia y desconocimiento cometió; estas historias, toda esa información que uno les entrega tiene por objeto permitirle a otro ser ahorrarse unos momentos de incomodidad o de sufrimiento, o le facilitará ver la vida de otra forma, o incluso, ojalá, alcanzar sus metas, pues la experiencia forma parte del conocimiento que levanta el velo de la incertidumbre (cosas que cuando uno es joven no está verdaderamente interesado).
Hoy también descubro que me gusta escarbar en las personalidades de los jóvenes, sus experiencias novedosas rodeadas de cosas nuevas que, para uno en su adultez, son rara vez apreciables. A veces me alegra tener "algo" en común con ellos, conocer una aplicación o un juego del que podamos conversar y compartir. ¿Es esa energía juvenil la que tanto añoramos cuando llegamos a la senilidad?
No sé por qué antes evitaba tanto vivir esta experiencia, como si encerrarme en un capullo de silencio me protegiera de algo que estaba destinado a hacerme crecer como ser humano (no digo persona, porque no me gusta su significado); o el miedo al rechazo por la inexistencia de estas "super experiencias" que uno se suponía debía vivir y que yo, por mi naturaleza egoísta, nunca me atreví a vivir. En realidad, si sé por qué las evitaba tanto, sin embargo, me vi obligada a salir de esta burbuja y experimentar el mundo y sus enormes montañas rusas de emociones que, espero hoy, estar mejor preparada para enfrentar sus altos y bajos.
Hoy celebro estas experiencias, las disfruto un montón aunque a veces me sigan pareciendo un poco superficiales y agoten todo lo que resta de mi energía mental... conversar de la vida es como tener un telescopio (¿o microscopio?) a otras dimensiones, a los mundos ocultos en las mentes de otro ser humano.
A veces encuentras gente que tiene talento para contarte sus cosas, y pareciera que un libro ha sido abierto ante ti, lleno de ilustraciones de colores y onomatopeyas (a veces, eso sí, le ponen mucho color); otras, en cambio, tienes que usar todos tus sentidos para descifrar la verdad entre sus códigos, actitudes y gestos, ya que detrás de su superficie puedes encontrar esa parte transparente de su ser, su luz y oscuridad, esa parte de nosotros mismos nos negamos a compartir, un atisbo de "La Sombra" que C. Jung nos cuenta en su libro "Los arquetipos y lo inconsciente colectivo".
Creo que haber aprendido a observarme con honestidad fue la mejor herramienta que esta existencia me ha otorgado, a saber: a través de mi propia experiencia descubro la verdad, la comparto y comparo con la de otros, y así construyo este ser, en parte espíritu, en parte cuerpo, y con su alma en medio, luchando por encontrar la paz (que generalmente se encuentra en los brazos de mi compañero de ruta), buscando llegar a la línea infinita que se dibuja en el horizonte... pero no cualquier horizonte, no... sino aquel que llena mi éter, ese horizonte que tengo a 1.231 kilómetros de esta ciudad... donde mis lechuzas vuelan libres, los aguiluchos se pelean por la soberanía del cielo y el pudú se acerca a mi casa a comer el pasto salvaje que crece a su alrededor.